COMO GESTIONAR LAS RABIETAS
MANIFIESTO DE UN NIÑO
1.- ESCUCHAR. Las rabietas tienen de base la frustración. Escucha sus motivos.
2.- COMPRENDER. Ponte a su altura, mírale a los ojos y transmítele que entiendes su enfado.
3.- EXPLICAR. Con palabras simples le explicas que no es la mejor forma.
4.- PROPONER. Ofrécele una alternativa a la que le enfada pero sin imponérsela.
5.- REFORZAR. Cuando se calme refuérzaselo, le estarás ayudando a aprender a autoregularse.
No intentes discutir con tu hijo. Mientras la rabieta dura, tu hij@ está más allá de la razón.
No le contestes gritando, si es que puedes evitarlo. La rabia y el enojo son muy contagiosos y puede que te sientas más enojad@ con cada uno de sus gritos. Intenta no participar en la rabieta. Si lo haces probablemente la prolongarás ya que cuando comience a calmarse, se dará cuanta del tono enojado de tu voz y comenzará de nuevo.
No des ninguna recompensa ni ningún castigo por una rabieta. Continúa con el plan que tenias antes de que tuviera la rabieta.
No dejes que las rabietas en público te hagan sentir mal
Publicado por marisa
MANIFIESTO DE UN NIÑO
1.-No me pegues nunca bajo ningún concepto. Me estás enseñando que las situaciones se resuelven con violencia.
2.- Deja que cometa errores. Así aprendo.
3.- Si lloro, escúchame, algo me pasa. Si me dejas llorar no solucionamos el problema y me estreso.
4.- Juega conmigo. No necesito todo el día, solo un ratito es suficiente para sentirme seguro y querido.
5.- Ponme normas y límites, me ayuda a crecer.
6.- Déjame que siga hablando y pensando como un niño. guarda los problemas para cuando yo no esté delante déjame ser feliz.
7.- No me etiquetes ni compares. Soy único.
8.- No soy mal@. Escúchame y veras que detrás de mi mal comportamiento hay una necesidad.
9.- Bésame abrázame siempre que quieras. Me gusta sentirme querid@
10.- Necesito estar contigo.
Publicado por marisa
10 CONSEJOS PARA PONER LÍMITES A NUESTROS HIJOS
Es normal que en la educación de nuestros hijos se nos presente dificultades, que en muchas ocasiones nos desborden por todos lados y nos hacen hacer cosas de las que luego nos arrepentimos.
1.- Objetividad. Crea límites específicos con frases cortas y órdenes precisas.
2.- Opciones. Las opciones son buenas para hacer que tu hijo obedezca algo que no quiere.
3.- Firmeza. Con un tono de voz seguro, sin gritos, y un gesto serio en el rostro es suficiente. Establece límites y disciplina sin amenazas.
4.- Acentúa lo positivo. Los niños reciben de mejor manera las órdenes positivas que las negativas.
5.- Guarda distancias. Cuando a una orden se le antepone un "Yo quiero", estamos generando una lucha de poder personal y egos con nuestros hijos.
6.- Explica el por qué. Los niños necesitan respuestas y para que entiendan una orden necesitas explicarles el por qué.
7.- Sugiere una alternativa. Las alternativas acompañan al límite y hace que parezca más positivo.
8.- La conducta estuvo mal, tu hijo no es malo. Deja claro a tus hijos que tu desaprobación está relacionada con su comportamiento y no va directamente hacia ellos.
9.- Firmeza en el cumplimiento. Las reglas flexibles confunden a los niños. Mantente firme no seas esclav@ de sus caprichos.
10.- Controla las emociones. Debes evitar que tus emociones se salgan de control.
Publicado por marisa
NECESITAMOS EL ABURRIMIENTO
Puede parecer algo paradógico, pero necesitamos más que nunca que los niños y las niñas tengan tiempo para aburrirse. Necesitamos que tengan tiempo todos los días para llevar a cabo actividades que no estén previamente estructuradas, organizadas y controladas por normas rígidas y preestablecidas. Es preciso que tengan la oportunidad de crear sus propias estructuras, normas y parámetros. Creo que los adultos que no son capaces de innovar, de adaptarse, cambiar o evolucionar y aportar algo a la vida de quienes les rodean, son con frecuencia niños privados de la posibilidad de crear y experimentar. Es necesario tener la posibilidad de explorar, y también la posibilidad de equivocarse.
Definiría el aburrimiento como la ausencia de motivación que incite a la acción física y mental. Así pues, si un niño se aburre y desea actuar tendrá que terminar encontrando o creando sus propias motivaciones. Tendrá en definitiva que automotivarse. Y no les quepa duda que lo hará. Un niño o una niña en un parque, con un palito, arena y un par de piedras creará todo un mundo. Sentado frente a una mesa y con una caja llena de pinzas de tender la ropa. organizará una carrera de coches, desarrollará una batalla o realizará algún tipo de construcción. Una hoja en blanco, un lápiz y varios rotuladores darán lugar a todo tipo de creaciones.
Los niños y niñas de hoy, mas que nunca necesitan disponer de tiempo no estructurado y dirigido por sus mayores. La sobreestimulación, la constante motivación externa y el encadenamiento continuo de tareas y actividades programadas les saturan, agobian y ahogan su necesidad de crear.
1.- Procure que sus hijos/as dispongan con frecuencia de tiempo no estructurado. !Verdadero tiempo libre!
2.- Reduzca las actividades extraescolares al mínimo que considere necesario. Priorice y tenga muy en cuenta aquellas que son iniciativa de ellos mismos.
3.- No se adelante a sus demandas, no queme etapas demasiado pronto. Necesitan detenerse y paladear cada edad y cada etapa. Respete su ritmo de maduración.
4.- Interactúe y juegue con ellos si se lo piden, pero no organice ni desarrolle las normas.
5.- Controle el acceso a internet y las nuevas tecnologías. No deben convertirse en prioritarias ni conformar su principal forma de ocio. Establezca horarios.
6.- Distancie el uso de ordenadores, tablets o teléfonos móviles de la hora de irse a la cama. El sueño es fundamental, y el cerebro necesita un tiempo para volver a la normalidad tras los estímulos recibidos durante el empleo de estos aparatos.
7.- Supervise las series de dibujos animados que ven. Compruebe si es usted capaz de ver un capítulo y en qué estado se encuentra después. Algunas generan un estado de ansiedad muy apreciable.
8.- Sus hijos necesitan contacto con la naturaleza. El ritmo que ésta establece actúa como un verdadero bálsamo. Necesitan tocar, oler, sentir y experimentar en espacios abiertos y naturales.
9.- Controle los ruidos innecesarios. Si alguien quiere ver la tele en casa, escuchar música o discutir, los demás no tienen que compartirlo necesariamente.
10.- Preste toda la atención posible a sus comentarios, preguntas y observaciones. Nada de lo que dicen es superficial, aunque en un principio podamos no entender lo que están intentando decirnos.
(Mi intención es solo aportar ideas y recursos a los padres y madres que puedan sentirse identificados...kidsandteensonline)
Artículo publicado por marisa
30 cortos geniales para trabajar valores con vuestros hijos.
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“Soy mejor que tú porque he sacado un 9″
Les dejo a continuación una interesante página web, relacionada con el tema de la inteligencia emocional de la que hemos venido hablando.
DANIEL GOLEMAN
"La inteligencia emocional" (artículo 3)
Habilidad 2: el
entusiasmo, la aptitud maestra para la vida
Por su poderosa
influencia sobre todos los aspectos de la vida de una persona, las emociones se
encuentran en el centro de la existencia; la habilidad del individuo para
manejarlas actúa como un poderoso predictor de su éxito en el futuro. La
capacidad de pensar, de planificar, concentrarse, solventar problemas, tomar
decisiones y muchas otras actividades cognitivas indispensables en la vida
pueden verse entorpecidas o favorecidas por nuestras emociones. Así pues, el
equipaje emocional de una persona, junto a su habilidad para controlar y
manejar esas tendencias innatas, proveen los límites de sus capacidades
mentales y determinan los logros que podrá alcanzar en la vida. Habilidades
emocionales como el entusiasmo, el gusto por lo que se hace o el optimismo
representan unos estímulos ideales para el éxito. De ahí que la inteligencia
emocional constituya la aptitud maestra para la vida.
Si comparamos a dos
personas con unas capacidades innatas equivalentes, una de las cuales se
encuentra en la cúspide de su carrera, mientras la otra se codea con la masa en
un nivel de mediocridad, encontraremos que su principal diferencia radica en
aspectos emocionales: por ejemplo, el entusiasmo y la tenacidad frente a todo
tipo de contratiempos, que le habrán permitido al primero perseverar en la
práctica ardua y rutinaria durante muchos años.
Diversos estudios han
trazado la correlación entre ciertas habilidades emocionales y el desempeño
futuro de una persona. Delante de un grupo de niños de cuatro años de edad se
colocó una golosina que podían comer, pero se les explicó que si esperaban
veinte minutos para hacerlo, entonces conseguirían dos golosinas. Doce años
después se demostró que aquellos pequeños que habían exhibido el autocontrol
emocional necesario para refrenar la tentación en aras de un beneficio mayor
eran más competentes socialmente, más emprendedores y más capaces de afrontar
las frustraciones de la vida.
De forma semejante, la
ansiedad constituye un predictor casi inequívoco del fracaso en el desempeño de
una tarea compleja, intelectualmente exigente y tensa como, por ejemplo, la que
desarrolla un controlador aéreo. Un estudio realizado sobre 1.790 estudiantes
de control del tráfico aéreo arrojó que el indicador de éxito y fracaso estaba
mucho más relacionado con los niveles de ansiedad que con las cifras alcanzadas
en los tests de inteligencia. Asimismo, 126 estudios diferentes, en los que
participaron más de 36.000 personas, han ratificado que cuanto más proclive a
angustiarse es una persona, menor es su rendimiento académico. Así pues, la
ansiedad y la preocupación, cuando no se cuenta con la habilidad emocional para
dominarlas, actúan como profecías autocumplidas que conducen al fracaso.
En cuanto al entusiasmo
y la habilidad para pensar de forma positiva, C. R. Snyder, psicólogo de la
Universidad de Kansas, descubrió que las expectativas de un grupo de
estudiantes universitarios eran un mejor predictor de sus resultados en los
exámenes que sus puntuaciones en un test llamado SAT, que tiene una elevada
correlación con el coeficiente intelectual. Según Snyder, la esperanza es algo
más que la visión ingenua de que todo irá bien; se trata de la creencia de que uno tiene la voluntad y dispone de la forma de
llevar a cabo sus objetivos, cualesquiera que estos sean.
Con el optimismo sucede
algo parecido. Siempre que no se trate de un fantasear irreal e ingenuo, el
optimismo es una actitud que impide caer en la apatía, la desesperación o la
depresión frente a las adversidades. Martin Seligman, de la Universidad de
Pensilvania, lo define en función de la forma en que la gente se explica a sí
misma sus éxitos y sus fracasos. Mientras que el optimista ubica la causa de
sus fracasos en algo que puede cambiarse y que podrá combatir en el futuro, el
pesimista se echa la culpa de sus reveses, atribuyéndolos a alguna
característica personal que no es posible modificar. El mismo Seligman lideró
un estudio sobre los vendedores de seguros de una compañía norteamericana: así
descubrió que, durante sus primeros dos años de trabajo, los optimistas vendían
un 37% más que los pesimistas, y que las tasas de abandono del puesto entre los
pesimistas doblaban a las de sus colegas optimistas.
En síntesis, canalizar
las emociones hacia un fin más productivo constituye una verdadera aptitud
maestra. Ya se trate de controlar los impulsos, de demorar la gratificación, de
regular los estados de ánimo para facilitar el pensamiento y la reflexión, de
motivarse a uno mismo para perseverar y hacer frente a los contratiempos, de
asumir una actitud optimista frente al futuro, todo ello parece demostrar el
gran poder de las emociones como guías que determinan la eficacia de nuestros esfuerzos.
Habilidad 3: la empatía,
ponerse en la piel de los demás
Algunas personas tienen
más facilidad que otras para expresar con palabras sus propios sentimientos;
existe otro tipo de individuos cuya incapacidad absoluta para hacerlo los lleva
incluso a considerar que carecen de sentimientos. Peter Sifneos, psiquiatra de
Harvard, acuñó el término “alexitimia”, que se compone del prefijo a (sin), junto a los vocablos lexis (palabra) y thymos (emoción),
para referirse a la incapacidad de algunas personas para expresar con palabras
sus propias vivencias.
No es que los
alexitímicos no sientan, simplemente carecen de la capacidad fundamental para
identificar, comprender y expresar sus emociones. Este tipo de ignorancia hace
de ellos personas planas y aburridas, que suelen quejarse de problemas clínicos
difusos, y que tienden a confundir el sufrimiento emocional con el dolor
físico. Pero el efecto negativo de esta condición rebasa el ámbito privado de
la persona en cuestión, en la medida en que la conciencia de sí mismo es la
facultad sobre la que se erige la empatía. Así, al no tener la menor idea de lo
que sienten, los alexitímicos se encuentran completamente desorientados con
respecto a los sentimientos de quienes les rodean.
La palabra empatía
proviene del griego empatheia, que
significa “sentir dentro”, y denota la capacidad de percibir la experiencia
subjetiva de otra persona. El psicólogo norteamericano E.B. Titehener amplió el
alcance del término para referirse al tipo de imitación física que realiza una
persona frente al sufrimiento ajeno, con el objeto de evocar idénticas
sensaciones en sí misma. Diversas observaciones in situ han
permitido identificar esta habilidad desde edades muy tempranas, como en niños
de nueve meses de edad que rompen a llorar cuando ven a otro niño caerse, o
niños un poco mayores que ofrecen su peluche a otro niño que está llorando y
llegan incluso a arroparlo con su manta. Incluso se ha demostrado que desde los
primeros días de vida, los bebés se muestran afectados cuando oyen el llanto de
otro niño, lo cual ha sido considerado por algunos como el primer antecedente
de la empatía.
A lo largo de la vida,
esa capacidad para comprender lo que sienten los demás afecta un espectro muy
amplio de actividades, que van desde las ventas hasta la dirección de empresas,
pasando por la política, las relaciones amorosas y la educación de los hijos. A
su vez, la ausencia de empatía suele ser un rasgo distintivo de las personas
que cometen los delitos más execrables: psicópatas, violadores y pederastas. La
incapacidad de estos sujetos para percibir el sufrimiento de los demás les
infunde el valor necesario para perpetrar sus delitos, que muchas veces
justifican con mentiras inventadas por ellos mismos, como cuando un padre
abusador asume que está dándole afecto a sus hijos o un violador sostiene que
su víctima lo ha incitado al sexo por la forma en que iba vestida.
Los estudios adelantados
por el National Institute of Mental Health han puesto de
relieve que buena parte de las diferencias en el grado de empatía se hallan
directamente relacionadas con la educación que los padres proporcionan a sus
hijos. Daniel Stern, un psiquiatra que ha estudiado los breves y repetidos
intercambios que tienen lugar entre padres e hijos, sostiene que en esos momentos
de intimidad se está dando el aprendizaje fundamental de la vida emocional. A
su juicio, existe sintonización entre dos
personas -una madre y su hijo, o dos amantes en la cama- cuando la una constata
que sus emociones son captadas, aceptadas y correspondidas con empatía.
Según los estudios
realizados, el coste de la falta de sintonía emocional entre padres e hijos es
extraordinario. Cuando los padres fracasan reiteradamente en mostrar empatía
hacia una determinada gama de emociones de su hijo, como el llanto o sus
necesidades afectivas, el niño dejará de expresar ese tipo de emociones y es
posible que incluso deje de sentirlas. De esta forma, y en general, los
sentimientos que son desalentados de forma más o menos explícita durante la
primera infancia pueden desaparecer por completo del repertorio emocional de
una persona.
Por fortuna, las
investigaciones también han encontrado que las pautas relacionales se pueden ir
modificando y que, si bien es cierto que las primeras relaciones tienen un
impacto enorme en la configuración emocional, el sujeto se enfrentará a una
serie de relaciones “compensatorias” a lo largo de su vida, con amigos,
familiares o hasta con un terapeuta, que pueden ir remoldeando sus pautas de
conducta. En ese sentido, muchas teorías psicoanalíticas consideran que la
relación terapéutica constituye un adecuado correctivo emocional que puede
proporcionar una experiencia satisfactoria de sintonización.
Finalmente, las
investigaciones sobre la comunicación humana suelen dar por hecho que más del
90% de los mensajes emocionales es de naturaleza no verbal, y se manifiesta en
aspectos como la inflexión de la voz, la expresión facial y los gestos, entre
otros. De ahí que la clave que permite a una persona acceder a las emociones de
los demás radica en su capacidad para captar los mensajes no verbales. De
hecho, diversos estudios han evidenciado que los niños que tienen más
desarrollada esta capacidad muestran un mayor rendimiento académico que el de
la media, aun cuando sus coeficientes intelectuales sean iguales o inferiores
al de otros niños menos empáticos. Este dato parece sugerir que la empatía
favorece el rendimiento escolar o, tal vez, que los niños empáticos son más
atractivos a los ojos de sus profesores.
Inteligencia emocional
para el trabajo
Una persona que carece
de control sobre sus emociones negativas podrá ser víctima de un arrebato
emocional que le impida concentrarse, recordar, aprender y tomar decisiones con
claridad. De ahí la frase de cierto empresario de que el estrés estupidiza a la gente. El precio que puede
llegar a pagar una empresa por la baja inteligencia emocional de su personal es
tan elevado, que fácilmente podría llevarla a la quiebra. En el caso de la
aeronáutica, se estima que el 80% de los accidentes aéreos responde a errores
del piloto. Como bien saben en los programas de entrenamiento de pilotos,
muchas catástrofes se pueden evitar si se cuenta con una tripulación
emocionalmente apta, que sepa comunicarse, trabajar en equipo, colaborar y
controlar sus arrebatos.
El tiempo de los jefes
competitivos y manipuladores, que confundían la empresa con una selva, ha
pasado a la historia. La nueva sociedad requiere otro tipo de superior cuyo
liderazgo no radique en su capacidad para controlar y someter a los otros, sino
en su habilidad para persuadirlos y encauzar la colaboración de todos hacia
unos propósitos comunes.
En un entorno laboral de
creciente profesionalización, en el que las personas son muy buenas en labores
específicas pero ignoran el resto de tareas que conforman la cadena de valor,
la productividad depende cada vez más de la adecuada coordinación de los
esfuerzos individuales. Por esa razón, la inteligencia emocional, que permite
implementar buenas relaciones con las demás personas, es un capital inestimable
para el trabajador contemporáneo.
En un estudio publicado
en la Harvard Business Review, Robert Kelley y Janet Caplan
compararon a un grupo de trabajadores “estrella” con el resto situado en la
media: con respecto a una serie de indicadores, hallaron que, mientras que no
había ninguna diferencia significativa en el coeficiente intelectual o talento
académico, sí se observaban disparidades críticas en relación a las estrategias
internas e interpersonales utilizadas por los trabajadores “estrella” en su
trabajo. Uno de los mayores contrastes que encontraron entre los dos grupos
venía dado por el tipo de relaciones que establecían con una red de personas
clave.
Los trabajadores
“estrella” de una organización suelen ser aquellos que han establecido sólidas
conexiones en las redes sociales informales y, por lo tanto, cuentan con un
enorme potencial para resolver problemas, pues saben a quién dirigirse y cómo
obtener su apoyo en cada situación antes incluso de que las complicaciones se
presenten, frente a aquellos otros que se ven abocados a ellas por no contar
con el respaldo oportuno.
Por otra parte, y de
forma más general, la eficacia, la satisfacción y la productividad de una
empresa están condicionadas por el modo en que se habla de los problemas que se
presentan. Aunque muchas veces se evite hacerlo o se haga de forma equivocada,
el feedback constituye el nutriente esencial para
potenciar la efectividad de los trabajadores. Al proporcionar feedback, hay que evitar siempre los ataques
generalizados que van dirigidos al carácter de la persona, como cuando se le
llama estúpida o incompetente, pues éstos suelen generar un efecto devastador
en la motivación, la energía y la confianza de quien los recibe. Una buena
crítica no se ocupa tanto de atribuir los errores a un rasgo de carácter como
de centrarse en lo que la persona ha hecho y puede hacer en el futuro. Harry
Levinson, un antiguo psicoanalista que se ha pasado al campo empresarial,
recomienda, para ofrecer un buen feedback, ser
concreto, ofrecer soluciones y ser sensible al impacto de las palabras en el
interlocutor.
En los entornos
profesionales contemporáneos, la diversidad constituye una ventaja competitiva,
potencia la creatividad y representa casi una exigencia de los mercados
heterogéneos que comienzan a imperar. Pero para poder sacarle provecho, se
requiere la presencia de aquellas habilidades emocionales que favorecen la
tolerancia y rechazan los prejuicios. A este respecto, Thomas Pettigrew,
psicólogo social de la Universidad de California, subraya una gran dificultad,
pues las emociones propias de los prejuicios se consolidan durante la
infancia, mientras que las creencias que los justifican se aprenden muy
posteriormente. Así, aunque es factible cambiar las creencias
intelectuales respecto a un prejuicio, es muy complejo transformar los
sentimientos más profundos que le dan vida.
La investigación sobre
los prejuicios pone de relieve que los esfuerzos por crear una cultura laboral
más tolerante deben partir del rechazo explícito a toda forma de discriminación
o acoso, por pequeña que sea (como los chistes racistas o las imágenes de
chicas ligeras de ropa que degradan al género femenino). Existen estudios que
han demostrado que cuando, en un grupo, alguien expresa sus prejuicios étnicos,
todos los miembros se ven más proclives a hacer lo mismo. Por lo tanto, una
política empresarial de tolerancia y de no discriminación no debe limitarse a
un par de cursillos de “entrenamiento en la diversidad” en un fin de semana,
sino que debe permear todos los espacios de la empresa y constituir una
práctica arraigada en cada acción cotidiana. Si bien los prejuicios largamente
sostenidos no son fáciles de erradicar, sí es posible, en todo caso, hacer algo
distinto con ellos. El simple acto de llamar a los prejuicios por su nombre o
de oponerse francamente a ellos establece una atmósfera social que los
desalienta, mientras que, por el contrario, hacer como si no ocurriera nada
equivale a autorizarlos.
Conclusión
Los estragos que la
ineptitud emocional causa en el mundo son más que evidentes. Basta con abrir un
diario para encontrar consignadas las formas de violencia y de degradación más
aberrantes, que no parecen responder a ninguna lógica. Hoy por hoy no nos
genera mayor estupor escuchar que un corredor de bolsa se haya arrojado de un
rascacielos tras una repentina caída de la bolsa, que un marido haya golpeado a
su esposa o que, tras haber sido despedido, un empleado haya entrado en su
compañía armado hasta los dientes y haya asesinado a varias personas
indiscriminadamente.
Estas evidencias se
suman a la ola de violencia que asola al planeta, al alarmante incremento de la
depresión en todo el mundo, a los niveles de estrés que van en franco aumento y
a una interminable lista de síntomas: todos ellos dan cuenta de una irrupción
descontrolada de los impulsos en nuestras vidas y de una ineptitud
generalizada, y acaso creciente, para controlar las pasiones y los arrebatos
emocionales.
Tradicionalmente hemos
sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales de nuestra
psiquis, en un afán por medir y comparar los coeficientes de la inteligencia
humana. Sin embargo, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las
emociones, cuando un chico golpea a otro por burlarse de él o un conductor le
dispara a aquel que le ha cerrado la vía, la inteligencia se ve desbordada y
los esfuerzos por entender la capacidad de análisis racional de cada sujeto no
parecen tener mayor utilidad.
La abundante base
experimental existente permite concluir que, si bien todas las personas venimos
al mundo con un temperamento determinado, los primeros años de vida tienen un
efecto determinante en nuestra configuración cerebral y, en gran medida,
definen el alcance de nuestro repertorio emocional. Pero ni la naturaleza
innata ni la influencia de la temprana infancia constituyen determinantes
irreversibles de nuestro destino emocional. La puerta para la alfabetización
emocional siempre está abierta y, así como a las escuelas les corresponde
suplir las deficiencias de la educación doméstica, las empresas y los
profesionales que quieran lograr el éxito en el entorno de especialización y
diversidad que caracteriza al mundo moderno deben tener consciencia de sus
emociones y dotarlas de inteligencia.
Fin del resumen
Autor
Daniel Goleman es autor de los bestsellers Inteligencia
Emocional e Inteligencia Social. Es psicólogo, periodista y fue profesor de
psicología en la Universidad de Harvard. Ha sido premiado por sus artículos en
la revista Time y en el New York Times, donde ha dirigido la sección dedicada
al comportamiento y la neurociencia.
Artículo publicado por marisa
DANIEL GOLEMAN
"La inteligencia emocional" (artículo 2)
Habilidad 1:
autocontrol, el dominio de uno mismo
Los griegos
llamaban sofrosyne a la virtud consistente en el cuidado y la inteligencia en el gobierno de la propia vida;
a su vez, los romanos y la iglesia cristiana primitiva denominaban temperancia (templanza) a la capacidad de contener
el exceso emocional. La preocupación, pues, por gobernarse a sí mismo y
controlar impulsos y pasiones parece ir aparejada al desarrollo de la vida en
comunidad, pues una emoción excesivamente intensa o que se prolongue más allá
de lo prudente, pone en riesgo la propia estabilidad y puede traer
consecuencias nefastas.
Si de una parte somos
esclavos de nuestra propia naturaleza, y en ese sentido es muy escaso el
control que podemos ejercer sobre la forma en que nuestro cerebro responde a
los estímulos y sobre su manera de activar determinadas respuestas emocionales,
por otra parte sí que podemos ejercer algún control sobre la permanencia e
intensidad de esos estados emocionales.
Así, el arte de
contenerse, de dominar los arrebatos emocionales y de calmarse a uno mismo ha
llegado a ser interpretado por psicólogos de la altura de D. W. Winnicott como
el más fundamental de los recursos psicológicos. Y como ha demostrado una
profusa investigación, estas habilidades se pueden aprender y desarrollar,
especialmente en los años de la infancia en los que el cerebro está en perpetua
adaptación. Para comprender mejor estas afirmaciones, veamos su aplicación en
el caso del enfado y la tristeza.
El enfado es una emoción
negativa con un intenso poder seductor, pues se alimenta a sí misma en una
especie de círculo cerrado, en el que la persona despliega un diálogo interno
para justificar el hecho de querer descargar la cólera en contra de otro.
Cuantas más vueltas le da a los motivos que han originado su enfado, mayores y
mejores razones creerá tener para seguir enojado, alimentando con sus
pensamientos la llama de su cólera. El enfado, pues, se construye sobre el
propio enfado y su naturaleza altamente inflamable atrapa las estructuras
cerebrales, anulando toda guía cognitiva y conduciendo a la persona a las
respuestas más primitivas.
Dolf Zillmann, psicólogo
de la Universidad de Alabama, sostiene que el detonante universal del enfado
radica en la sensación de hallarse amenazado, bien sea por una amenaza física o
cualquier amenaza simbólica en contra de la autoestima o el amor propio (como,
por ejemplo, sentirse tratado de forma injusta o ruda o recibir un insulto o
cualquier otra muestra de menosprecio)
Por su naturaleza
invasiva, el enfado suele percibirse como una emoción incontrolable e incluso
euforizante, y esto ha fomentado la falsa creencia de que la mejor forma de
combatirlo consiste en expresarlo abiertamente, en una suerte de catarsis
liberadora. Los experimentos liderados por Zillman han permitido concluir que
el hecho de airear el enojo de poco o nada sirve para mitigarlo. Aún más, Diane
Tice ha descubierto que expresar abiertamente el enfado constituye una de las
peores maneras de tratar de aplacarlo, porque los arranques de ira incrementan
necesariamente la excitación emocional del cerebro y hacen que la persona se
sienta todavía más irritada.
Benjamin Franklin
sentenció que siempre hay razones para estar enfadados, pero
éstas rara vez son buenas. El problema está en saber discernir. Los
estudios empíricos de Zillman le han servido para descubrir que una de las
recetas más efectivas para acabar con el enfado consiste en reencuadrar la
situación dentro de un marco más positivo. Para ello, conviene hacer conciencia
de los pensamientos que desencadenaron la primera descarga de enojo, pues
muchas veces una pequeña información adicional sobre esa situación original
puede restarle toda su fuerza al enfado.
En un experimento muy
elocuente, un grupo de voluntarios debía realizar ejercicios físicos en una
sala, dirigidos por un ayudante que, en realidad, era cómplice del investigador
y se limitaba a insultarlos y a provocarlos de múltiples formas. Al terminar la
actividad, los voluntarios tenían la posibilidad de descargar su cólera, evaluando
las aptitudes del ayudante para una eventual contratación laboral. Como era de
esperar, los ánimos estaban caldeados y las calificaciones que el sujeto obtuvo
fueron bajísimas.
En una segunda
aplicación del experimento se introdujo una variante: cuando terminaban los
ejercicios, entraba una mujer con los formularios y el ayudante, que en ese
momento salía, se despedía de ella de forma despectiva. Ella, sin embargo,
parecía tomarse sus palabras con buen humor y luego les explicaba a los
asistentes que su compañero estaba pasando por muy mal momento, sometido a
intensas presiones por un examen al que se sometería pronto. Esa pequeña
información bastó para modular el enfado de los voluntarios, quienes en esta
ocasión calificaron de forma mucho más benévola las aptitudes del ayudante.
Por otra parte, Zillman
ha descubierto que alejarse de los estímulos que pueden recordar las causas del
enfado y cambiar el foco de atención es otra forma muy efectiva de aplacarlo,
pues se pone fin a la cadena de pensamientos irritantes, se reduce la
excitación fisiológica y se produce una suerte de enfriamiento en el que la
cólera va desapareciendo. A juicio de Zillman, mediante unas distracciones
adecuadas en las que la mente tenga que prestar atención a algo nuevo, diferente
y entretenido (como ver una película, leer un libro, realizar un poco de
ejercicio o dar un paseo), es posible modificar el estado anímico y suavizar el
enfado, pues es muy difícil que éste subsista cuando uno lo está pasando bien.
De manera semejante a lo
que ocurre con el enfado, la tristeza es un estado de ánimo que lleva a la
gente a utilizar múltiples recursos para librarse de él, muchos de los cuales
resultan poco efectivos. Por ejemplo, Diane Tice ha comprobado que el hecho de
aislarse, que suele ser la opción escogida por muchos cuando se sienten
abatidos, solamente contribuye a aumentar su sensación de soledad y desamparo.
La tristeza como tal no
es necesariamente un estado negativo; por el contrario, puede desempeñar las
funciones necesarias para una recomposición emocional, como sucede con el duelo
tras la pérdida de un ser querido. Pero cuando adquiere la naturaleza crónica
de una depresión, puede erosionar la salud mental y física de una persona
llevándola incluso a cometer un suicidio.
Entre las medidas que han demostrado mayor
éxito para combatir la depresión se encuentra la terapia cognitiva orientada a
modificar las pautas de pensamiento que la rigen. Esta terapia intenta conducir
al paciente a identificar, cuestionar y relativizar los pensamientos que se
esconden en el núcleo de la obsesión y a establecer un programa de actividades
agradables que procure alguna clase de distracción, como por ejemplo el
aeróbic, que ha demostrado ser una de las tácticas más eficaces para sacudirse
de encima tanto la depresión leve como otros estados de ánimo negativos.
Artículo publicado por marisa
DANIEL GOLEMAN
"La inteligencia emocional"
Introducción
El concepto de Inteligencia Emocional ha llegado a prácticamente todos
los rincones de nuestro planeta, en forma de tiras cómicas, programas
educativos, juguetes que dicen contribuir a su desarrollo o anuncios
clasificados de personas que afirman buscarla en sus parejas. Incluso la UNESCO
puso en marcha una iniciativa mundial en 2002, y remitió a los ministros de
educación de 140 países una declaración con los 10 principios básicos
imprescindibles para poner en marcha programas de aprendizaje social y
emocional.
El mundo empresarial no ha sido ajeno a
esta tendencia y ha encontrado en la inteligencia emocional una herramienta
inestimable para comprender la productividad laboral de las personas, el éxito
de las empresas, los requerimientos del liderazgo y hasta la prevención de los
desastres corporativos. No en vano, la Harvard Business Review ha
llegado a calificar a la inteligencia emocional como un concepto
revolucionario, una noción arrolladora, una de las ideas más influyentes de la
década en el mundo empresarial. Revelando de forma esclarecedora el
valor subestimado de la misma, la directora de investigación de un head
hunter ha puesto de relieve que los CEO son contratados por su
capacidad intelectual y su experiencia comercial y despedidos por su falta de
inteligencia emocional.
Sorprendido ante el efecto devastador de
los arrebatos emocionales y consciente, al mismo tiempo, de que los tests de
coeficiente intelectual no arrojaban excesiva luz sobre el desempeño de una
persona en sus actividades académicas, profesionales o personales, Daniel
Goleman ha intentado desentrañar qué factores determinan las marcadas
diferencias que existen, por ejemplo, entre un trabajador “estrella” y
cualquier otro ubicado en un punto medio, o entre un psicópata asocial y un
líder carismático.
Su tesis defiende que, con mucha
frecuencia, la diferencia radica en ese conjunto de habilidades que ha llamado
“inteligencia emocional”, entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo,
la empatía, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. Si bien
una parte de estas habilidades pueden venir configuradas en nuestro equipaje
genético, y otras tantas se moldean durante los primeros años de vida, la
evidencia respaldada por abundantes investigaciones demuestra que las
habilidades emocionales son susceptibles de aprenderse y perfeccionarse a lo
largo de la vida, si para ello se utilizan los métodos adecuados.
La inteligencia más allá del intelecto
Diversos estudios de
largo plazo han ido observando las vidas de los chicos que puntuaban más alto
en las pruebas intelectivas o han comparado sus niveles de satisfacción frente
a ciertos indicadores (la felicidad, el prestigio o el éxito laboral) con
respecto a los promedios. Todos ellos han puesto de relieve que el coeficiente
intelectual apenas si representa un 20% de los factores determinantes del
éxito.
El 80% restante depende
de otro tipo de variables, tales como la clase social, la suerte y, en gran
medida, la inteligencia emocional. Así, la capacidad de motivarse a sí mismo,
de perseverar en un empeño a pesar de las frustraciones, de controlar los
impulsos, diferir las gratificaciones, regular los propios estados de ánimo,
controlar la angustia y empatizar y confiar en los demás parecen ser factores
mucho más determinantes para la consecución de una vida plena que las medidas
del desempeño cognitivo.
Tal como sucede con las
matemáticas o la lectura, la vida emocional constituye un ámbito que se puede
dominar con mayor o menor pericia. A menudo se nos presentan en el mundo
sujetos que evocan la caricatura estereotípica del intelectual con una
asombrosa capacidad de razonamiento, pero completamente inepto en el plano personal.
Quienes, en cambio, gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y saben
interpretar y relacionarse efectivamente con los sentimientos de los demás,
gozan de una situación ventajosa en todos los dominios de la vida, desde el
noviazgo y las relaciones íntimas hasta la comprensión de las reglas tácitas
que determinan el éxito en el ámbito profesional.
Si bien es cierto que en
toda persona coexisten los dos tipos de inteligencia (cognitiva y emocional),
es evidente que la inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la
clase de cualidades que más nos ayudan a convertirnos en auténticos seres
humanos. Uno de los críticos más contundentes con el modelo tradicional de
concebir la inteligencia es Howard Gardner. Este mantiene que la inteligencia
no es una sola, sino un amplio abanico de habilidades diferenciadas entre las
que identifica siete, sin pretender con ello hacer una enumeración exhaustiva.
Gardner destaca dos
tipos de inteligencia personal: la interpersonal, que permite comprender a los
demás, y la intrapersonal, que permite configurar una imagen fiel y verdadera
de uno mismo. De forma más específica, y siguiendo el sendero abierto por
Gardner, Peter Salovey ha organizado las inteligencias personales en cinco
competencias principales: el conocimiento de las propias emociones, la
capacidad de controlar estas últimas, la capacidad de motivarse uno mismo, el
reconocimiento de las emociones ajenas y el control de las
relaciones.
Las habilidades
emocionales no sólo nos hacen más humanos, sino que en muchas ocasiones
constituyen una condición de base para el despliegue de otras habilidades que
suelen asociarse al intelecto, como la toma de decisiones racionales. El propio
Gardner ha dicho que en la vida cotidiana no existe
nada más importante que la inteligencia intrapersonal, ya que a falta de ella,
no acertaremos en la elección de la pareja con quien vamos a contraer
matrimonio, en la elección del puesto de trabajo, etcétera.
El caso de Elliot
constituye un ejemplo interesante de la forma en que esto sucede. Tras una
intervención quirúrgica en la que le extirparon un tumor cerebral, Elliot
sufrió un cambio radical en su personalidad y en pocos meses perdió su trabajo,
arruinó su matrimonio y dilapidó todos sus recursos. Aunque sus capacidades
intelectuales seguían intactas, como corroboraban los tests que se le
realizaron, Elliot malgastaba su tiempo en cualquier pequeño detalle, como si
hubiera perdido toda sensación de prioridad. Tras estudiar su caso, Antonio
Damasio encontró que con la operación se habían comprometido algunas conexiones
nerviosas de la amígdala con otras regiones del neocórtex y que, en
consecuencia, Elliot ya no tenía conciencia de sus propios sentimientos.
Pero Damasio fue un poco
más allá, y logró concluir que los sentimientos juegan un papel fundamental en
nuestra habilidad para tomar las decisiones que a diario debemos adoptar, pues
al parecer, la presencia de una sensación visceral es la que nos da la
seguridad que necesitamos para renunciar o proseguir con un determinado curso de
acción, disminuyendo las alternativas sobre las cuales tenemos que elegir. En
suma, muchas de las habilidades vitales que nos permiten llevar una vida
equilibrada, como la capacidad para tomar decisiones, nos exigen permanecer en
contacto con nuestras propias emociones.
Artículo publicado por marisa
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